"Sigmund Freud, mi padre", por Martin Freud


"Sigmund Freud, mi padre", por Martin Freud



Mi padre, como lo conocí cuando niño, era muy pa­recido a cualquier otro padre afectuoso de Viena, aun­que a veces me pregunto si me estudió o no psicoanalíticamente cuando se dedicó al psicoanálisis, que se con­virtió en su principal actividad. Me parece, cuando pien­so en ello, que puedo haber sido una provechosa fuente de estudio por mi primera aventura inconsciente no mucho después de mi nacimiento.
Mi madre necesitaba tomar un ama de leche. En aquellos tiempos las nodrizas no sólo eran bien pagadas sino que por motivos obvios eran bien alimentadas; se les ofrecía los alimentos más nutritivos que podían ad­quirirse con dinero. La mujer que contrató mi madre, tentada por el sueldo y el alimento, omitió mencionar que no tenía leche y así yo podría haber muerto de inanición si no se hubiese descubierto a tiempo el en­gaño. La historia de la nodriza "seca" era conocida por toda mi familia cuando tuve edad suficiente para gustar de los relatos; no me cansaba de oír lo referente a la expulsión de la mujer en medio de una nube de indignación que emergía de nuestro pequeño hogar.
Como todos los médicos de aquel entonces, tal vez más acentuadamente en su caso, mi padre prestaba mu­cha atención a su aspecto personal. No era nada vani­doso en el sentido común de la palabra. Solamente se sometía sin objeciones a la tradición profundamente arraigada de que un médico debía estar bien vestido y arreglado y así no se le veía jamás un cabello fuera de lugar en la cabeza o en la barbilla. Su ropa, rígidamente convencional, era de las mejores telas y cortada a la perfección. Sólo recuerdo una oportunidad de la larga vida de mi padre en la que lo vi vestido descuidadamente. Cuando sucedió, yo tenía seis años.
Tal vez sea mejor explicar que, según mi madre, el hada madrina que concede belleza a los bebés no asistió a mi nacimiento; fue reemplazada por otra hada que me otorgó una bella imaginación, y esta imaginación se reavivó cuando me dieron un maravilloso libro de láminas llamado Orbis Pictus, el mundo en cuadros. Todas las láminas eran atractivas, pero ninguna más fasci­nante que las páginas dedicadas al beduino, un hombre barbudo con vestimentas blancas y armado con armas largas y dagas enjoyadas. No era común la presencia de beduinos en Viena y nunca había visto uno de carne y hueso, pero mi imaginación había compensado mucho conjurándolo en mis sueños.
Sucedió que una noche, cuando todos dormíamos, una terrible explosión estremeció el edificio de departamentos en Bergasse 19, al que nos habíamos trasladado cuatro años antes, cuando yo tenía dos años. Algo había suce­dido en el suministro de gas en el departamento debajo del nuestro, ocupado por un relojero. En un instantedesperté y vi mi habitación brillantemente iluminada por un resplandor que relucía a través de la ventana; y lo más sorprendente fue ver lo que parecía ser un beduino viviente en el vano de la puerta, un beduino con el cabello negro revuelto y la barba desordenada. Estaba por cubrirme la cabeza con las ropas de cama, aterrado, cuando oí que el beduino preguntaba: "¿Están bien los niños?" Antes que la niñera —que había acudido corriendo con un bebé en brazos— pudiese contestar, el beduino se había convertido en mi padre, vestido con una larga salida de baño blanca.
En realidad, la explosión causó más ruido, luz y conmoción que daños serios, aunque es improbable que el relojero hubiese sobrevivido si no hubiera tomado laprecaución de saltar por una ventana posterior al jardín. Diré que se mudó y mi padre ocupó el departamento, usando sus tres habitaciones para el ejercicio de su pro­fesión y cediendo así espacio para su familia, que crecía rápidamente.

Aunque aún era pobre cuando empecé a ir a la escuela, en mi casa no se advertía esa situación. Los niños teníamos cuanto necesitábamos y en Navidad recibíamos maravillosos obsequios de los amigos de mi padre y de pacientes agradecidos. Éramos a veces tan desobedientes como cualquier otro niño, pero de un vicio no éra­mos culpables: de egoísmo. No era consecuencia de admoniciones: sólo que ése era el ambiente hogareño creado por mis padres. Era como un juego. Por ejem­plo, si nos daban una caja de bombones, la observación de mi madre: "Teilt es euch! (repártanlo entre uste­des)" hacía que mi hermana mayor Matilde, tomando un cuchillo filoso, cortase un bombón que podía no ser más grande que una avellana, en cuantas partes alcan­zaba y lo repartiese. El juego tenía la ventaja de hacer durar mucho la caja de bombones; pero esto no afectaba nuestra creencia de que no había que pensar en otrométodo. Cuando en una reunión infantil vi a una jo­ven consumir de una vez una caja de bombones, me im­presioné mucho y el espectáculo está tan registrado en mi mente como la explosión del gas: no volví a hablar a esa muchacha.

Fotos: La familia Freud (arriba), Martin entre sus hermanos Ernst y Olivier (1898).

fuente: http://losniniosdejapon.blogspot.mx/search/label/Sigmund%20Freud

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